Por Luis Motes Gallego
La era digital está generando una abrumadora cantidad de novedades. La constante renovación del algoritmo, la imposición del big data, el universo de la innovación social o el Internet de las cosas, conviven con los propios movimientos de un sector en constante crecimiento y cambio: Twitter se hunde en bolsa y Snapchat salta al parquet. La herramienta digital protagoniza hoy un lenguaje vivo y como tal, recoge tanto las virtudes de su potencialidad y sus beneficios, la democratización tecnológica, la optimización de recursos y la inmediatez, como los fantasmas de la red: la piratería, los trolls o la práctica del click bait – esa tendencia instalada de los cebos que restan credibilidad a los contenidos-.
No obstante es unánime el convencimiento sobre la aplicación de los útiles digitales como la mejor palanca de mercado, la gestión del cambio y la multiplicación del negocio. La mayoría de empresas reconocen que sólo contratarán empleados digitales y las marcas saben que quienes no hayan completado la migración desde el ámbito analógico no tendrán futuro. No lo tienen ya. Hágalo pues, o será tarde. Ahora bien ¿de qué sirve un tren sin carga, un barco sin estibar, un camión vacío? En la era digital lo más importante siguen siendo los contenidos. O dicho de otra forma, el relato.
El relato es la savia que mantiene vivo al organismo, es el plasma que recorre los vasos capilares de la comunicación y que enriquece –cuando no salva- el diálogo necesario entre las empresas o las instituciones y sus públicos. No hay marca sin relato y es independiente de su tamaño, su historia, el producto o la idea que intenten vender y la trascendencia de su misión en el mundo. El relato es necesario tanto para la multinacional automovilística como para el bar de la esquina, por mostrar ejemplos extremos.
A mí me gustan los relatos pequeños, las historias personales, los episodios de superación o las metáforas basadas en el esfuerzo. Me gustan porque establecen modelos narrativos que funcionan y que pueden aplicarse a contextos corporativos de diversa índole. Les voy a contar dos marcas con relato, dos historias al fin de al cabo que contribuyen al éxito de sus protagonistas.
Paolo es un italiano nacido al sur de Turín, en Asti, la tierra del Martini. A los italianos nunca les abandona ese melódico deje en su pronunciación española. Esa musicalidad forma parte de su relato porque estoy seguro que aporta valor a su negocio. Paolo regenta un pequeño bar junto a mi oficina: la cafetería Monviso. Paolo monta la terraza cada mañana cuando aún es de noche –es el primero- y lo hace colocando las mesas como un ingeniero, con precisión geométrica. Las viste y extiende las sombrillas en breves minutos, con eficacia robótica. Paolo sirve varias clases de pasta y almuerzos con estilo. Saluda a todo aquel que pasa por delante de su bar independientemente que se queden o no y sirve el mejor café artesano de la ciudad, molido en el momento y combinado con leche de soja o la que usted desee. Paolo tiene relato.
Más al sur, en Dénia, Vareta también tiene su relato. Vareta es un bar legendario situado en el Saladar cuyo principal valor es su dueño, Vareta, y un género de calidad privilegiada. Vareta sabe que la gamba de Dénia no es la mejor del mundo y te dice por qué: no tenemos la mejor gamba pero sí tenemos la mejor cabeza de gamba del planeta. En su valenciano de la Marina te explica que pelar una gamba es una operación quirúrgica, de una exigencia dactilar de gran compromiso. Como él dice, nadie nace aprendido. Por eso, si te descuidas, te pela él la testa del solicitado crustáceo.